El pueblo ha hablado, nos guste o no.
Bueno, al fin se acabo. Después de casi dos años de continua campaña política, de muchas acusaciones, pocas propuestas y aún menos debate, el Perú ha elegido a Ollanta Humala como Presidente de la República.
La suerte está echada, y está bien. Este proceso, y no solo me refiero al resultado, nos ha pintado muy bien como país. Ha sido un justo reflejo de la sociedad que como nación hemos construido: una sociedad partida, fragmentada. Un país compuesto por dos grandes grupos: los que prosperan y los que se empobrecen. Esa es la lección última que nos ha dejado, no solo el quinquenio de García, sino toda la trayectoria moderna del Perú democrático, desde la renuncia de Fujimori por fax en noviembre del 2000 hasta hoy.
Yo estoy decepcionado con el resultado. Hace unos meses, me animé a publicar en este mismo blog mi sueño de un gobierno progresista para el Perú. Un gobierno, si quieren llamarlo así, izquierdista – pero ante todo moderado, humanista, liberal y social demócrata. En lugar de eso, tendré – tendremos, mejor dicho – que conformarnos con Ollanta Humala. Que decepción.
No es que me haya causado ninguna simpatía la candidatura de Keiko Fujimori. No sentí la más mínima pena de ver a su movimiento perder y la verdad es que incluso me causaría satisfacción si esta derrota electoral marca el fin del Fujimorismo: un movimiento, para mí, retrógrada. Dinástico. Un movimiento de personas y no de ideas. Que Kenji Fujimori – por el sólo hecho de apellidarse Fujimori – haya sido el congresista más votado, es un triste monumento a nuestra adicción caudillista. Un símbolo de porque el Fujimorismo nunca debe renacer.
Pero si, voté por Keiko igual. O al menos lo hubiera hecho si es que me hubieran dejado votar aquí en mi nuevo hogar en Panamá. Casi con repugnancia, pero lo habría hecho.
Y es que votar por el señor Humala me resultó imposible. No habría sabido por qué diablos estoy votando. No se puede votar por alguien que cambia cuatro veces de plan de gobierno. He ahí mi mayor preocupación: hemos elegido Presidente a alguien cuya entera filosofía política se reduce a decir lo que sea con tal de ganar. Y ahora, lógicamente, no sabemos que esperar.
Porque con un Plan de Gobierno que de estatista, carente de todo análisis técnico y que hacía referencias a la lucha de clases evolucionó a convertirse casi en un ensayo de Milton Friedman, y con un equipo de trabajo que termino incluyendo a personalidades tan políticamente incompatibles como Kurt Burneo y Javier Diez Canseco, Ollanta Humala rompió todos los records del cinismo político. Sólo le faltó prometer clasificar al Mundial de Fútbol. Y si la campaña duraba dos semanas más, probablemente hubiera jurado sobre una Biblia que lejos de clasificar, lo ganaríamos.
Hemos elegido Presidente a un ex militar con modestos estudios académicos (lo escuche mencionar el otro día que tiene una maestría en ciencias políticas – sabe Dios de donde), sin ninguna experiencia en el sector público y sin ningún logro importante en el mundo privado. Eso es lo que más me duele. En una sociedad que se queja tanto de que su clase política no es más que una tira de corruptos dedicados a los faenones con los amigos, un club al que se entra por contactos y por “carnet partidario” en lugar de por desempeño, hemos demostrado ser unos hipócritas. A la hora de la hora, hemos sido los primeros en negar la meritocracia.
¿Por qué? ¿Por qué hemos elegido a Ollanta Humala a la Presidencia de la República?
No quiero desmerecer su carrera militar, por si acaso. Ollanta Humala peleó contra el terrorismo en la primera línea. Ha combatido por protegernos. Nadie cuestiona eso. Todo hombre que arriesga su vida por su país – por nosotros – como él lo hizo, merece nuestra gratitud y el reconocimiento de su valentía y entrega. Todos le agradecemos por eso. Pero discúlpenme, eso no basta para ser Presidente.
¿Por qué un militar inexperimentado en la administración del Estado, con antecedentes, por lo menos, de insurrecto (algunos lo consideran golpista), sin ninguna formación académica o profesional en gobierno y sin la más mínima experiencia en el servicio público acabo siendo Presidente?
¿Será por sus cualidades personales – su carisma, oratoria, talante y personalidad? Pues la verdad no. Ollanta Humala no sobresale como político. No es un buen orador (incluso un orador tan torpe como Toledo parecía ponerlo nervioso en el primer debate). No tiene mucho carisma. Ni siquiera refleja el talante o el autoritarismo arrogante del clásico presidente militar. Es más, wikileaks lo pinta como un saco largo. Me lo imagino haciéndose el loco, escondiéndose detrás del periódico cada vez que Nadine se molesta por alguna travesura de sus hijas.
A pesar de la tenaz insistencia en compararlos, Ollanta Humala no es Hugo Chávez. No tiene su presencia, ni su don de líder. Es inconcebible imaginarlo dando los largos discursos que da el Presidente venezolano, cuando no puede ni sostener su tono de voz en un debate por quince minutos. Es más, sus asesores confían tan poco en su dominio de escena, que en el primer debate lo obligaron a leer todo de un papel. ¿Se imaginan a Hugo Chávez leyendo de un papel? No hay manera.
No, Ollanta Humala no es ningún caudillo popular. Nuestro Presidente Electo es un invento de las masas. Es un personaje totalmente idealizado por un sector de la población que quiere ver una especie de Ramón Castilla que este no es. El 31.8% que voto por él en primera vuelta, voto no sólo por el desordenado enjambre de promesas populistas que planteó, sino también, digamos, por un amor quijotesco. Ven a una dulcinea de los pobres, cuando Ollanta Humala es más una Alondra de los ricos. Y mi impresión inicial es que muy pronto verán la realidad, y se verán amargamente decepcionados.
Aún así, la elección de Humala no es la única cosa que encuentro decepcionante de esta elección. Como a muchos, me pareció una patada en el hígado tener que decidir entre él y la candidata de un movimiento político que prostituyó y desmanteló al país hace apenas una década.
¿Cómo acabamos decidiendo entre los dos candidatos más resistidos por la población en general?
¿En qué lugar del mundo puede pasar una cosa así?
Y es que aún más frustrante es enfrentar la realidad de que Ollanta Humala ha sido elegido Presidente cuando más del 43% del país ¡voto en primera vuelta por una alternativa radicalmente diferente a la suya! ¡Votó por candidaturas que lo consideraban un candidato apocalíptico!
Habrá mucho tiempo para analizar las razones por las cuales el voto de centro en el Perú se fragmentó de esa manera, pero hay un primer punto que al menos a mí me queda claro debe dejarnos una lección importante: por la salud de nuestro sistema político, debemos dejar de celebrar las elecciones parlamentarias en forma paralela a las presidenciales.
Muchos culpan de egoísmo a los candidatos. La culpa es de “PPKeiko”, “del borracho de Toledo” de Lucho “en segunda vuelta gano yo” Castañeda. Pero el problema es más profundo y sistémico que ese.
Ninguno de los tres podía realistamente retirarse así nomás. Lanzarse a la Presidencia de la República es caro. Montar una campaña electoral requiere dinero, y ese dinero normalmente se consigue de los candidatos al Congreso. Cada uno de ellos aporta a la campaña presidencial a cambio de recibir su cuota particular de publicidad en la propaganda del Partido. En algunos partidos – en todos los partidos en realidad – se utilizan los espacios de la lista de postulantes al Congreso como meros mecanismos de financiamiento. Los números, efectivamente, se venden al mejor postor.
Eso genera, en primer lugar, una campaña electoral atrofiante. Simplemente, son demasiadas personas buscando publicidad al mismo tiempo. En esta última elección tuvimos a diez candidatos presidenciales y alrededor de 1,300 candidatos al Congreso peleándose cada esquina y cada intersección del país por poner su cártel publicitario. Los peruanos tendemos a ver la elección presidencial como más importante que la Parlamentaria, por lo que los candidatos al Congreso terminan opacados por ésta, y no tienen los espacios mediáticos ni el tiempo suficiente para explicar sus propuestas. Y aun cuando consiguen el espacio y el tiempo, simplemente, no consiguen captar suficientemente nuestra atención. Estamos volcados a la carrera presidencial, condicionados por nuestro republicanismo presidencialista a prestarle mayor atención. ¿Y los candidatos al Congreso? Pues le rezan a los santos que les ayuden a treparse a la ola del “voto de arrastre”: los votos de las personas que se simplifican la vida y votan para el Congreso por la lista de su candidato presidencial de preferencia.
Así es como terminamos eligiendo a los esperpentos que elegimos. Y después acabamos con Congresos que compiten con Manuel Burga en popularidad.
Esta es una cuestión crucial, pues nos genera un segundo problema que afecto muy directamente esta elección: tener una elección parlamentaria paralela a la presidencial le quita capacidad de maniobra a las campañas presidenciales. Endeudados moral y económicamente con sus candidatos al Congreso, los candidatos presidenciales no pueden formar alianzas libremente, ni renunciar a su candidatura, debido a la fuerte presión interna que reciben de sus candidatos al Congreso para continuar en carrera, pues la renuncia de un candidato presidencial implicaría la pérdida del “voto arrastrado” que describimos anteriormente.
Una reforma electoral que cause que las elecciones presidenciales sean intercaladas y no simultáneas – al menos parcialmente (la renovación por tercios es una alternativa que se ha aplicado con relativo éxito en nuestro país antes) – podría ser muy útil para evitar esta problemática en el futuro. Además, le otorgaría al Congreso un dinamismo mayor, y los pondría bajo una lupa propia. Los congresistas tendrían que montar campañas propias, desarrollar relaciones más cercanas con sus electores y priorizar los intereses de sus regiones (es decir, tendrían que hacer lo que se supone que deben hacer), en lugar de simplemente identificarse con el caudillo del partido e intentar aprovechar su arrastre de votos. Además, nos permitiría a los peruanos elegir más concienzudamente a los integrantes del Congreso, en lugar de tener que hacerlo casi “de taquito”, con nuestra atención puesta en la campaña presidencial.
Volvamos, sin embargo, al análisis de la realidad de hoy. ¿Hay algo peor que ver a los partidos de centro, a 40% de los votos del país, suicidarse de la manera en que lo hicieron en primera vuelta?
Sí, hay algo peor: continuar divididos. Eso sería el acabose: que ante un gobierno radical acabemos con una oposición dividida, que se diluya a sí misma en sus propias diferencias politiqueras. Que 40% de personas hayan terminado votando por nada. Mucho cuidado con eso: hay muchos elementos en el gobierno electo que están decididos a patear monumentalmente el tablero del desarrollo peruano. Y una oposición divida les daría la oportunidad perfecta para mandar todo al diablo.
La tercera gran decepción de esta campaña fue, sin duda, que nos sirvió de amargo recordatorio de que la discriminación y la intolerancia siguen arraigados en nuestra sociedad. La facilidad con la que, sobre todo en segundo vuelta, los seguidores de ambas candidaturas lanzaban insultos terribles contra el otro bando, resulta triste. Más triste aún es que lo percibamos como algo normal – que la agresión se haya vuelto una herramienta política más. Y ya es patético que sigamos sin superar la primitiva idea de que quien no vota como nosotros es automáticamente o un inmoral, o un vendepatria, o un imbécil.
Necesitamos dejar de pensar en términos del “voto digno” o del “voto inteligente”. Ninguno existe. Lo único que existe es el voto. Y el voto no debe adjetivarse, porque ningún derecho humano debería tener adjetivos. Tenemos derecho a votar como queremos y por las razones que queramos sin ser agredidos por ello. Que esta sea la última vez que la gente insulta el voto del otro en lugar de tratar de convencerlo del suyo.
Necesitamos, también, dejar de acusar de corrupción a todo el mundo sin pruebas. Nos hemos vuelto una sociedad paranoica, traumada. Hemos perdido la noción de que acusar a alguien de corrupto es algo muy serio. Lo hemos vuelto un calificativo al paso, un adjetivo que se suelta a la ligera. Leí por ahí que en esta campaña, la palabra “corrupción” fue pronunciada casi el doble de veces que la palabra “pobreza”. Necesitamos dejar eso atrás.
Pero sobretodo, necesitamos dejar de pensar que el origen o la raza de una persona hacen diferencia en ella. Que en pleno año 2011, haya una amplia reacción en internet de parte de un sector significativo de la población echándole la culpa “a los indios” y “los cholos ignorantes” es patético. Siempre habrá uno que otro tipejo idiota soltando un comentario desubicado aislado. Pero este no es nuestro caso. Mucha gente en Facebook dejo salir todo el racismo que, detrás de una mascará de political correctnes, aún conserva dentro. Por el bien del país, esto tiene que ser erradicado. La sociedad civil debería mostrarse más agresiva en contra de todo tipo de intolerancia y discriminación.
Y no es sólo de un lado. Burlarse de los “limeñitos” y echarnos a todos en el mismo saco, asumiendo que Lima es una especie de country club gigante, está tan mal como andar publicando en Facebook apurados planes de “exilio” en Miami. A todas esas personas que se llenan la boca diciendo que Lima vive de espaldas a provincias y que le importa poco el resto, les recuerdo que existen millones de limeños que trabajan duro en la capital solo para enviar remesas a sus familiares en provincias. Y más allá de eso, que fueron cientos de miles los limeños que salieron a las calles a protestar contra el Fujimorismo en los noventa y recuperar la democracia que les permite publicar en sus blogs con libertad de conciencia.
No empeoremos las cosas convirtiendo esta etapa postelectoral en una fiesta de acusaciones y culpas. En una carrera entre “nosotros” y “ellos”. No partamos más al país. Si marchamos hacia algo tan desconocido e impredecible como un gobierno nacionalista, hagámoslo, al menos, juntos.