Sobre el Mavi Marmara

septiembre 14, 2011

Con todo el debate surgido a consecuencia del incidente del Mavi Marmara entre Israel y Turquía, y luego de ya 4 informes diferentes que llegan a conclusiones completamente diferentes sobre los temas legales implicados, creo que es bastante seguro afirmar que todos estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo sobre la legalidad del bloqueo Israelí sobre Gaza.

Pero yo creo que más bien la comunidad internacional en lugar de concentrarse en debatir sobre si el bloqueo es legal o no, debería concentrar sus esfuerzos en ofrecer soluciones equitativas para las partes implicadas.

Después de todo, quienes se oponen al bloqueo, creen que el mismo es simplemente excesivo, que prohíbe la entrada a Gaza de productos que nada tienen que ver con el tráfico de armas y que por ende termina castigando (sea voluntaria o involuntariamente)  a la población civil de la Franja, que no tiene por qué verse afectada por un conflicto entre Israel y Hamás. Y bueno, eso, en realidad, es cierto.

Y para quienes están a favor del bloqueo, se trata de una respuesta legítima y justificada a un evidente problema de seguridad en Israel, que enfrenta continuos ataques con misiles desde Gaza hacia sus poblaciones civiles y no puede simplemente ignorar la realidad. Y esto también es enteramente cierto.

Simplemente no creo que estas dos premisas signifiquen que deberíamos o permitir que Hamas obtenga armas libremente en Gaza o apoyar enteramente la política israelí respecto a Gaza tal cual está hoy.

En lugar de estar peleando por sobre si el bloqueo es legal o no (que parece ser todo lo que la comunidad internacional parece poder hacer), ¿por qué no esforzarnos en buscar soluciones creativas que satisfagan tanto las necesidades vitales de la población palestina como los requerimientos de seguridad de Israel? ¿O es que estamos tan acostumbrados a que persista el conflicto que ya ni nos preocupamos en resolver sus problemas?

Sé que es difícil, pero, por lo menos por mi parte, es lo que pretendo hacer…

Alonso Gurmendi


Estados Unidos, el 11 de septiembre y las lecciones de los últimos 10 años

septiembre 11, 2011

* Publicado simultáneamente en Enfoque Derecho

Hoy, hace diez años, terroristas de al-Qaeda llevaron a cabo el atentado más devastador en la historia de Estados Unidos, secuestrando simultáneamente cuatro aviones y causando la muerte de casi tres mil personas en un terrible ataque suicida a las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono, en Washington DC.

Desde esa fecha en adelante, el 11 de septiembre no sólo ha quedado marcado en la historia colectiva de la humanidad, sino que sus consecuencias e implicancias han dejado tal huella en los diez años posteriores que es difícil leer las páginas de la historia mundial reciente sin poder unirlas de una u otra forma a aquél fatídico día. La realidad de la primera década del mundo del nuevo milenio es, en buena medida, una realidad “post-11/9”.

En efecto, pocos en el mundo “pre 11/9” podrían haber predicho el camino que recorrería el mundo del Nuevo Milenio. Colapsada la Unión Soviética, el mundo había pasado a ordenarse de forma unipolar, en donde Estados Unidos se posicionaría como el Sheriff del mundo.  

Y es que ya para finales del Siglo XX, la posición de Estados Unidos en la política mundial era tan sólida y estable que era difícil pensar que existieran situaciones que pudieran escapar a su control.

Pero el 11/9 cambió esa percepción de invencibilidad. A poco más de una década de coronarse como hegemón del mundo, Estados Unidos se mostró más vulnerable que nunca, herido duramente por un grupo de dementes que lograron causar en una mañana más daño al territorio continental estadounidense que lo que Hitler, Mussolini e Hiroito pudieron lograr en 5 años de Guerra Mundial.

Enfrentado a este ataque, Estados Unidos demandó la colaboración de Afganistán para entregar a los responsables del mismo. Ante su negativa, Estados Unidos ejercitó su derecho a la legítima defensa, reconocido por el Consejo de Seguridad en la Resolución 1373 (2001), e invadió Afganistán.

Sin embargo, y a pesar de la legalidad de la operación estadounidense en Afganistán, por algún motivo, Estados Unidos decidió iniciar en paralelo lo que denominó una «Guerra contra el Terrorismo». Esta «guerra», sin embargo, no sería una mera guerra retórica como podía ser la «Guerra contra las Drogas, sino que sería asumida por Washington como un conflicto armado, en el sentido legal de la palabra.  

La reacción inmediata a esta afirmación fue, sin lugar a dudas, incertidumbre. Después de todo, en Derecho Internacional, las “guerras”, o –en términos técnicos- los conflictos armados internacionales (CAI), son enfrentamientos armados que se desenvuelven exclusivamente entre Estados y tienen una serie de reglas (codificadas en las Convenciones de Ginebra) que no eran de fácil adaptación a la Guerra contra el Terrorismo. Más bien, el Derecho Internacional señala que cuando un Estado se enfrenta a un ente no estatal se configura un conflicto armado no internacional (CANI) que se rige por las disposiciones del artículo común 3 de las Convenciones de Ginebra (ver aquí para más detalles sobre las diferencias entre un CAI y un CANI).

Pero, para Estados Unidos, no sólo el conflicto con al Qaeda era una guerra, sino que, debido a que al-Qaeda no era un Estado, se trataba de una guerra que no estaba regulada por las convenciones de Ginebra (algo que, por supuesto, levantó más de una ceja, incluidas las de la Corte Suprema de EE.UU.)

Con este razonamiento, Estados Unidos buscaba acomodar las normas del Derecho Internacional Humanitario a sus necesidades inmediatas: La naturaleza global del conflicto le daría libertad en relación a dónde podía actuar militarmente (básicamente, en cualquier parte del mundo), al mismo tiempo que la no aplicación de las Convenciones de Ginebra a al-Qaeda le permitía obviar una serie de requisitos procedimentales en su política de detenciones.

Pero la búsqueda de flexibilidad de Estados Unidos fue incluso más allá. Al poco tiempo, Washington introdujo la ya famosa y controversial categoría de «unlawful enemy combatants» (combatientes enemigos ilegales). Bajo ella, EE.UU. amplió el estándar para determinar quién era y quién no era un combatiente en la Guerra contra el Terrorismo (ver aquí y aquí, p. 228, para más detalles), dejando de lado los conceptos tradicionales de “participación directa en las hostilidades” y “función continua de combate”, pasando a definir como “combatiente enemigo ilegal” a todos aquellos que se hubiesen vinculado con al-Qaeda o los talibanes. El ser designados como combatientes enemigos ilegales convertía por lo tanto en objetivos militares válidos o en sujetos pasibles de detención militar a un sinnúmero de individuos que poco o nada tenían que ver con el esfuerzo terrorista de al-Qaeda (por ejemplo calificaría técnicamente como combatiente una madre afgana que envía remesas a su hijo talibán o un comerciante que le vende comida a integrantes de al-Qaeda) y que podían ser detenidos indefinidamente hasta la culminación de las hostilidades (es decir, hasta que todos los terroristas del mundo hayan sido derrotados); algo sin duda excesivo.  

Pero, en paralelo a los problemas de la «Guerra contra el Terrorismo», y gracias a una asesoría legal que, por decir lo menos, se alejaba de los estándares internacionales, Estados Unidos procedió a implementar una política de tortura que marcaba un corte con lo que tradicionalmente había sido la posición declarada por Washington (ver aquí, párrafo 100). Y, luego, en 2003, y con una argumentación igualmente poco convincente, Estados Unidos invadió y ocupó militarmente a Irak alegando (falsamente) que pretendía usar armas de destrucción masiva contra Estados Unidos.

La pregunta es, entonces, si este resultado fue inevitable, si este era el único camino posible para luchar contra una amenaza como la que representa al-Qaeda. Y la respuesta, creo yo, es que no. Después de todo, si bien es cierto que las circunstancias generadas por el 11 de septiembre fueron extraordinarias y ameritaban una fuerte y decidida reacción de parte de Estados Unidos y el mundo entero, creo que no era necesario articular una teoría legal tan expansiva como la «Guerra contra el Terrorismo» para poder sancionar ejemplarmente a los responsables de ese y otros actos barbáricos.

Y es que si bien Estados Unidos estuvo legalmente autorizado para invadir Afganistán en aplicación de su derecho a la legítima defensa, las interpretaciones que esbozó luego no se conformaban a los hechos en el terreno. Lo que existía no era un conflicto global contra el terrorismo, sino un conflicto armado no internacional entre Estados Unidos y los terroristas de al-Qaeda radicados en Afganistán (y luego, Irak y Pakistán).

Esto significa, por lo tanto, que EE.UU. no puede tratar al mundo entero como un gran campo de batalla y que habrán determinadas situaciones en donde no podrá sustentarse en el Derecho Internacional Humanitario para llevar a cabo políticas anti-terroristas, sino que deberá usar las normas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Y ello no porque se busque aplicar normas menos drásticas a los terroristas ni ser restrictivo con las necesidades de los Estados, sino porque en ausencia de un conflicto armado, es decir, en ausencia de una situación en donde uno es o aliado o enemigo, es necesario ofrecer protecciones adicionales a los derechos de civiles como nosotros, que no tenemos por qué caminar por la calle en riesgo de que alguien jale un gatillo antes de hacer las preguntas correctas (ver aquí pp. 196-198, aquí, y aquí para las posiciones existentes sobre este argumento), sobre todo teniendo en cuenta el amplio concepto de combatiente que EE.UU. pretende aplicar. 

Entonces, en aquellos lugares y en relación a aquellas personas no vinculadas al conflicto armado en Afganistán (o Irak, o Pakistán), los estándares deben cambiar y ya no deben basarse en términos de objetivo válido y no válido. Más bien, debe aplicarse las disposiciones del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Esto no quiere decir, por supuesto, que sea imposible actuar en contra de una persona que implique un serio riesgo a la seguridad de un país. Simplemente significa que para usar fuerza letal, deberá realizarse un test de proporcionalidad y necesidad más exigente (ver aquí pp. 53-56), a fin de (i) evitar la privación arbitraria de la vida y (ii) procurar que, si es posible detener al objetivo, se le aprese en lugar de simplemente dispararle.

Estas normas no sólo son más adecuadas al contexto en el que se aplican, sino que creo que hubiesen colaborado a que EE.UU. desarrolle la «Guerra contra el Terrorismo» sin asumir tantos costos de reputación como los que tuvo que asumir. Es más, soy de la opinión de que si Estados Unidos no hubiese pretendido aplicar normas bélicas fuera del conflicto en Afganistán, si no hubiese invadido Irak y si no hubiese tolerado actos de tortura, tal vez hoy no estaría enfrentando la complicada situación internacional que enfrenta.

Después de todo, en el ámbito económico, no es difícil concluir que el excesivo gasto militar de tener que solventar dos guerras simultáneas contribuyó al déficit fiscal que hoy tanto aterra al sector conservador estadounidense (irónicamente el sector que más apoyó la Guerra en Irak).

En el ámbito moral, el régimen de tortura durante la era Bush, seguidos del plan de «borrón y cuenta nueva» de la administración Obama, dañaron seriamente el standing de Estados Unidos como líder del mundo libre y defensor de la libertad.

Y, finalmente, en el ámbito estratégico, la Guerra de Irak causó un desequilibrio de poder en la región, pues en la práctica removió el principal freno al expansionismo iraní en el Medio Oriente, poniendo en peligro a sus aliados israelíes y saudíes. Así, sin la influencia suní de Saddam Hussein, Irán pudo crear, junto con Siria, un frente chií en la región, lo que le dio un bloque político propio (algo que antes no tenía). Es también posible que la presencia estadounidense a ambos lados de su frontera haya impulsado el deseo iraní de conseguir capacidad nuclear. Todas estas ventajas favorecieron en última instancia a grupos terroristas como Hamás -aliados de Teherán- para detrimento de los intereses estadounidenses en la solución del conflicto Árabe-Israelí. Todo esto sin mencionar que el hecho de tener que comprometer grandes cantidades de tropas en Afganistán e Irak limitaron la capacidad de respuesta de Estados Unidos frente a otras amenazas, lo que le quitó credibilidad a la antes popular idea de que si uno incumplía las reglas de la «Pax Americana», Washington sería raudo en castigar la trasgresión a través de su absoluta superioridad militar.

Hoy el mundo que habitamos está cada vez más tendiente hacia el multipolarismo: En 2008, Rusia invadió Georgia sin mayores consecuencias y hace no mucho, América Latina, el «patio trasero» de Washington, decidió reconocer al Estado Palestino en claro desafío a los deseos de Estados Unidos.

Tal vez, sólo tal vez, un curso de acción diferente, sustentado en la correcta aplicación de las normas internacionales, hubiese podido guiar a Estados Unidos a un mejor presente, con iguales o equiparables resultados en el necesario y justo combate contra la plaga del terrorismo internacional. 

Alonso Gurmendi


La suerte está echada

junio 15, 2011

humala

El pueblo ha hablado, nos guste o no.

Bueno, al fin se acabo. Después de casi dos años de continua campaña política, de muchas acusaciones, pocas propuestas y aún menos debate, el Perú ha elegido a Ollanta Humala como Presidente de la República.

La suerte está echada, y está bien. Este proceso, y no solo me refiero al resultado, nos ha pintado muy bien como país. Ha sido un justo reflejo de la sociedad que como nación hemos construido: una sociedad partida, fragmentada. Un país compuesto por dos grandes grupos: los que prosperan y los que se empobrecen. Esa es la lección última que nos ha dejado, no solo el quinquenio de García, sino toda la trayectoria moderna del Perú democrático, desde la renuncia de Fujimori por fax en noviembre del 2000 hasta hoy.

Yo estoy decepcionado con el resultado. Hace unos meses, me animé a publicar en este mismo blog mi sueño de un gobierno progresista para el Perú. Un gobierno, si quieren llamarlo así, izquierdista – pero ante todo moderado, humanista, liberal y social demócrata. En lugar de eso, tendré – tendremos, mejor dicho – que conformarnos con Ollanta Humala. Que decepción.

No es que me haya causado ninguna simpatía la candidatura de Keiko Fujimori. No sentí la más mínima pena de ver a su movimiento perder y la verdad es que incluso me causaría satisfacción si esta derrota electoral marca el fin del Fujimorismo: un movimiento, para mí, retrógrada. Dinástico. Un movimiento de personas y no de ideas. Que Kenji Fujimori – por el sólo hecho de apellidarse Fujimori – haya sido el congresista más votado, es un triste monumento a nuestra adicción caudillista. Un símbolo de porque el Fujimorismo nunca debe renacer.

Pero si, voté por Keiko igual. O al menos lo hubiera hecho si es que me hubieran dejado votar aquí en mi nuevo hogar en Panamá. Casi con repugnancia, pero lo habría hecho.

Y es que votar por el señor Humala me resultó imposible. No habría sabido por qué diablos estoy votando. No se puede votar por alguien que cambia cuatro veces de plan de gobierno. He ahí mi mayor preocupación: hemos elegido Presidente a alguien cuya entera filosofía política se reduce a decir lo que sea con tal de ganar. Y ahora, lógicamente, no sabemos que esperar.

Porque con un Plan de Gobierno que de estatista, carente de todo análisis técnico y que hacía referencias a la lucha de clases evolucionó a convertirse casi en un ensayo de Milton Friedman, y con un equipo de trabajo que termino incluyendo a personalidades tan políticamente incompatibles como Kurt Burneo y Javier Diez Canseco, Ollanta Humala rompió todos los records del cinismo político. Sólo le faltó prometer clasificar al Mundial de Fútbol. Y si la campaña duraba dos semanas más, probablemente hubiera jurado sobre una Biblia que lejos de clasificar, lo ganaríamos.

Hemos elegido Presidente a un ex militar con modestos estudios académicos (lo escuche mencionar el otro día que tiene una maestría en ciencias políticas – sabe Dios de donde), sin ninguna experiencia en el sector público y sin ningún logro importante en el mundo privado. Eso es lo que más me duele. En una sociedad que se queja tanto de que su clase política no es más que una tira de corruptos dedicados a los faenones con los amigos, un club al que se entra por contactos y por “carnet partidario” en lugar de por desempeño, hemos demostrado ser unos hipócritas. A la hora de la hora, hemos sido los primeros en negar la meritocracia.

¿Por qué? ¿Por qué hemos elegido a Ollanta Humala a la Presidencia de la República?

No quiero desmerecer su carrera militar, por si acaso. Ollanta Humala peleó contra el terrorismo en la primera línea. Ha combatido por protegernos. Nadie cuestiona eso. Todo hombre que arriesga su vida por su país – por nosotros – como él lo hizo, merece nuestra gratitud y el reconocimiento de su valentía y entrega. Todos le agradecemos por eso. Pero discúlpenme, eso no basta para ser Presidente.

¿Por qué un militar inexperimentado en la administración del Estado, con antecedentes, por lo menos, de insurrecto (algunos lo consideran golpista), sin ninguna formación académica o profesional en gobierno y sin la más mínima experiencia en el servicio público acabo siendo Presidente?

¿Será por sus cualidades personales – su carisma, oratoria, talante y personalidad? Pues la verdad no. Ollanta Humala no sobresale como político. No es un buen orador (incluso un orador tan torpe como Toledo parecía ponerlo nervioso en el primer debate). No tiene mucho carisma. Ni siquiera refleja el talante o el autoritarismo arrogante del clásico presidente militar. Es más, wikileaks lo pinta como un saco largo. Me lo imagino haciéndose el loco, escondiéndose detrás del periódico cada vez que Nadine se molesta por alguna travesura de sus hijas.

A pesar de la tenaz insistencia en compararlos, Ollanta Humala no es Hugo Chávez. No tiene su presencia, ni su don de líder. Es inconcebible imaginarlo dando los largos discursos que da el Presidente venezolano, cuando no puede ni sostener su tono de voz en un debate por quince minutos. Es más, sus asesores confían tan poco en su dominio de escena, que en el primer debate lo obligaron a leer todo de un papel. ¿Se imaginan a Hugo Chávez leyendo de un papel? No hay manera.

No, Ollanta Humala no es ningún caudillo popular. Nuestro Presidente Electo es un invento de las masas. Es un personaje totalmente idealizado por un sector de la población que quiere ver una especie de Ramón Castilla que este no es. El 31.8% que voto por él en primera vuelta, voto no sólo por el desordenado enjambre de promesas populistas que planteó, sino también, digamos, por un amor quijotesco. Ven a una dulcinea de los pobres, cuando Ollanta Humala es más una Alondra de los ricos. Y mi impresión inicial es que muy pronto verán la realidad, y se verán amargamente decepcionados.

Aún así, la elección de Humala no es la única cosa que encuentro decepcionante de esta elección. Como a muchos, me pareció una patada en el hígado tener que decidir entre él y la candidata de un movimiento político que prostituyó y desmanteló al país hace apenas una década.

¿Cómo acabamos decidiendo entre los dos candidatos más resistidos por la población en general?

¿En qué lugar del mundo puede pasar una cosa así?

Y es que aún más frustrante es enfrentar la realidad de que Ollanta Humala ha sido elegido Presidente cuando más del 43% del país ¡voto en primera vuelta por una alternativa radicalmente diferente a la suya! ¡Votó por candidaturas que lo consideraban un candidato apocalíptico!

Habrá mucho tiempo para analizar las razones por las cuales el voto de centro en el Perú se fragmentó de esa manera, pero hay un primer punto que al menos a mí me queda claro debe dejarnos una lección importante: por la salud de nuestro sistema político, debemos dejar de celebrar las elecciones parlamentarias en forma paralela a las presidenciales.

Muchos culpan de egoísmo a los candidatos. La culpa es de “PPKeiko”, “del borracho de Toledo” de Lucho “en segunda vuelta gano yo” Castañeda. Pero el problema es más profundo y sistémico que ese.

Ninguno de los tres podía realistamente retirarse así nomás. Lanzarse a la Presidencia de la República es caro. Montar una campaña electoral requiere dinero, y ese dinero normalmente se consigue de los candidatos al Congreso. Cada uno de ellos aporta a la campaña presidencial a cambio de recibir su cuota particular de publicidad en la propaganda del Partido. En algunos partidos – en todos los partidos en realidad – se utilizan los espacios de la lista de postulantes al Congreso como meros mecanismos de financiamiento. Los números, efectivamente, se venden al mejor postor.

Eso genera, en primer lugar, una campaña electoral atrofiante. Simplemente, son demasiadas personas buscando publicidad al mismo tiempo. En esta última elección tuvimos a diez candidatos presidenciales y alrededor de 1,300 candidatos al Congreso peleándose cada esquina y cada intersección del país por poner su cártel publicitario. Los peruanos tendemos a ver la elección presidencial como más importante que la Parlamentaria, por lo que los candidatos al Congreso terminan opacados por ésta, y no tienen los espacios mediáticos ni el tiempo suficiente para explicar sus propuestas. Y aun cuando consiguen el espacio y el tiempo, simplemente, no consiguen captar suficientemente nuestra atención. Estamos volcados a la carrera presidencial, condicionados por nuestro republicanismo presidencialista a prestarle mayor atención. ¿Y los candidatos al Congreso? Pues le rezan a los santos que les ayuden a treparse a la ola del “voto de arrastre”: los votos de las personas que se simplifican la vida y votan para el Congreso por la lista de su candidato presidencial de preferencia.

Así es como terminamos eligiendo a los esperpentos que elegimos. Y después acabamos con Congresos que compiten con Manuel Burga en popularidad.

Esta es una cuestión crucial, pues nos genera un segundo problema que afecto muy directamente esta elección: tener una elección parlamentaria paralela a la presidencial le quita capacidad de maniobra a las campañas presidenciales. Endeudados moral y económicamente con sus candidatos al Congreso, los candidatos presidenciales no pueden formar alianzas libremente, ni renunciar a su candidatura, debido a la fuerte presión interna que reciben de sus candidatos al Congreso para continuar en carrera, pues la renuncia de un candidato presidencial implicaría la pérdida del “voto arrastrado” que describimos anteriormente.

Una reforma electoral que cause que las elecciones presidenciales sean intercaladas y no simultáneas – al menos parcialmente (la renovación por tercios es una alternativa que se ha aplicado con relativo éxito en nuestro país antes) – podría ser muy útil para evitar esta problemática en el futuro. Además, le otorgaría al Congreso un dinamismo mayor, y los pondría bajo una lupa propia. Los congresistas tendrían que montar campañas propias, desarrollar relaciones más cercanas con sus electores y priorizar los intereses de sus regiones (es decir, tendrían que hacer lo que se supone que deben hacer), en lugar de simplemente identificarse con el caudillo del partido e intentar aprovechar su arrastre de votos. Además, nos permitiría a los peruanos elegir más concienzudamente a los integrantes del Congreso, en lugar de tener que hacerlo casi “de taquito”, con nuestra atención puesta en la campaña presidencial.

Volvamos, sin embargo, al análisis de la realidad de hoy. ¿Hay algo peor que ver a los partidos de centro, a 40% de los votos del país, suicidarse de la manera en que lo hicieron en primera vuelta?

Sí, hay algo peor: continuar divididos. Eso sería el acabose: que ante un gobierno radical acabemos con una oposición dividida, que se diluya a sí misma en sus propias diferencias politiqueras. Que 40% de personas hayan terminado votando por nada. Mucho cuidado con eso: hay muchos elementos en el gobierno electo que están decididos a patear monumentalmente el tablero del desarrollo peruano. Y una oposición divida les daría la oportunidad perfecta para mandar todo al diablo.

La tercera gran decepción de esta campaña fue, sin duda, que nos sirvió de amargo recordatorio de que la discriminación y la intolerancia siguen arraigados en nuestra sociedad. La facilidad con la que, sobre todo en segundo vuelta, los seguidores de ambas candidaturas lanzaban insultos terribles contra el otro bando, resulta triste. Más triste aún es que lo percibamos como algo normal – que la agresión se haya vuelto una herramienta política más. Y ya es patético que sigamos sin superar la primitiva idea de que quien no vota como nosotros es automáticamente o un inmoral, o un vendepatria, o un imbécil.

Necesitamos dejar de pensar en términos del “voto digno” o del “voto inteligente”. Ninguno existe. Lo único que existe es el voto. Y el voto no debe adjetivarse, porque ningún derecho humano debería tener adjetivos. Tenemos derecho a votar como queremos y por las razones que queramos sin ser agredidos por ello. Que esta sea la última vez que la gente insulta el voto del otro en lugar de tratar de convencerlo del suyo.

Necesitamos, también, dejar de acusar de corrupción a todo el mundo sin pruebas. Nos hemos vuelto una sociedad paranoica, traumada. Hemos perdido la noción de que acusar a alguien de corrupto es algo muy serio. Lo hemos vuelto un calificativo al paso, un adjetivo que se suelta a la ligera. Leí por ahí que en esta campaña, la palabra “corrupción” fue pronunciada casi el doble de veces que la palabra “pobreza”. Necesitamos dejar eso atrás.

Pero sobretodo, necesitamos dejar de pensar que el origen o la raza de una persona hacen diferencia en ella. Que en pleno año 2011, haya una amplia reacción en internet de parte de un sector significativo de la población echándole la culpa “a los indios” y “los cholos ignorantes” es patético. Siempre habrá uno que otro tipejo idiota soltando un comentario desubicado aislado. Pero este no es nuestro caso. Mucha gente en Facebook dejo salir todo el racismo que, detrás de una mascará de political correctnes, aún conserva dentro. Por el bien del país, esto tiene que ser erradicado. La sociedad civil debería mostrarse más agresiva en contra de todo tipo de intolerancia y discriminación.

Y no es sólo de un lado. Burlarse de los “limeñitos” y echarnos a todos en el mismo saco, asumiendo que Lima es una especie de country club gigante, está tan mal como andar publicando en Facebook apurados planes de “exilio” en Miami. A todas esas personas que se llenan la boca diciendo que Lima vive de espaldas a provincias y que le importa poco el resto, les recuerdo que existen millones de limeños que trabajan duro en la capital solo para enviar remesas a sus familiares en provincias. Y más allá de eso, que fueron cientos de miles los limeños que salieron a las calles a protestar contra el Fujimorismo en los noventa y recuperar la democracia que les permite publicar en sus blogs con libertad de conciencia.

No empeoremos las cosas convirtiendo esta etapa postelectoral en una fiesta de acusaciones y culpas. En una carrera entre “nosotros” y “ellos”. No partamos más al país. Si marchamos hacia algo tan desconocido e impredecible como un gobierno nacionalista, hagámoslo, al menos, juntos.


Algunas precisiones sobre los alcances del Derecho Internacional Humanitario

junio 3, 2011

El miércoles pasado, en una entrevista a Luis Delgado Aparicio, la reportera Rosa María Palacios –a quien considero una de las mejores y más imparciales reporteras del medio- leyó y realizó los siguientes comentarios sobre el libro “Ollanta Humala: De Locumba a Candidato a la Presidencia” (Ver minuto 3.58 del video):

«‘La misma guerra es una violación de los derechos humanos. La guerra es la continuación de la política por medios violentos. En mi experiencia como oficial del ejército no he conocido conflicto armado alguno que no entrañare en sí mismo la violencia incluyendo la violación de Derechos Humanos por eso es que para el tratamiento de conflictos armados los Estados aplican un comportamiento de acuerdo con lo establecido en el Derecho Internacional Humanitario, como dando a entender que la violación de los derechos humanos no se puede impedir en un conflicto y por lo tanto se busca al menos mantener ciertas reglas o normas básicas que también tienen vigencia para los conflictos internacionales. Dentro de un conflicto armado lo que se puede producir es la violación o no del Derecho Internacional Humanitario, es decir, de las reglas de comportamiento entre las fuerzas beligerantes reconocidas como tales por cada uno de los países o Estados en partes en conflicto, como el tratamiento a los prisioneros de guerra, el tratamiento al enemigo herido, el respeto a la jerarquía, al grado, al enemigo, al prisionero, etc.

En nuestro caso -y ahí viene- los gobiernos no le dieron ese status a Sendero Luminoso’ y luego explica por qué sí se utilizó el manual contra subversivo, el famoso manual MI-417 que los autorizaba a matar. Ese es el tema, ‘nosotros -y eso está en todo el libro- el Estado nos dio un manual y nos dijo con este manual tú tienes que eliminar terroristas desarmados, aún cuando no estén en combate, por el mero hecho de pertenecer a la organización’ y lo que él dice es ‘en mi caso yo no apliqué este manual pero mis compañeros de armas si lo aplicaron y lo que no entiendo es por qué no se procesa en vez de mis compañeros de armas (…) por qué no se procesa a los que ordenaron hacer en ese manual lo que nosotros hicimos, como institución'».

Para Rosa María Palacios, entonces,

«La explicación del Derecho Penal y Humanitario en este contexto es ¿por qué no los tratamos con esas normas? porque el Estado no las aprobó. Les dio la categoría de delincuentes terroristas por su alta peligrosidad y lo avezado de su comportamiento. Entonces al no tener estas normas de Derecho Internacional Humanitario (…) no pudimos aplicar esas normas, que es una cosa completamente cierta no está mintiendo, si les hubieran dado esas normas nosotros no habríamos tenido el problema de Derechos Humanos que tenemos hoy».

Creo que tanto la cita como la explicación ulterior brindan un esquema del Derecho Internacional Humanitario distinto al que se encuentra vigente hoy día. Por ende, quisiera aprovechar la oportunidad para esclarecerlos, con miras a incrementar la información disponible para todos los peruanos en relación a estos temas, que son, después de todo, temas que nos conviene conocer más a fondo. Valga la aclaración desde el inicio, por lo tanto, de que no pretendo con este post criticar ni a Rosa María Palacios ni a Ollanta Humala, sino simplemente busco ofrecer un recuento de lo que dice el Derecho hoy en día sobre estos temas, aprovechando el contexto de la entrevista como excusa.

El Derecho Internacional Humanitario (DIH) es el Derecho que rige la conducta de las hostilidades en un conflicto armado. Se encuentra recogido en el Derecho Internacional Consuetudinario y en las –ya famosas- Cuatro Convenciones de Ginebra y sus Protocolos Adicionales. Según estas Convenciones y la costumbre internacional, un conflicto armado puede tener uno de dos caracteres: puede tratarse de un Conflicto Armado Internacional (CAI) o de un Conflicto Armado No Internacional (CANI).

Un CAI es, por definición, una guerra entre dos Estados e implica el otorgamiento de privilegios distintos a los existentes en un CANI que es, por su parte, un conflicto entre un Estado y un ente no estatal (p.e. las FARC o los rebeldes libios) que tiene una intensidad suficiente como para avalar la aplicación de normas internacionales. Las reglas de estos dos regímenes, asimismo, se aplican automáticamente, se las invoque o no, una vez que se configuren las condiciones que avalan la existencia de un CAI o un CANI, respectivamente.

Ahora bien, en un Conflicto Armado existen dos clases de personas: los combatientes y los civiles. Un combatiente es aquél que participa directamente en las hostilidades y un civil es alguien que no lo hace. El DIH tiene como uno de sus principales fines asegurar la protección e inmunidad de combate de los civiles frente a las acciones de los combatientes y prohíbe que se les ataque como parte del desarrollo de las hostilidades. En cambio, según el DIH, los combatientes son objetivos válidos y pueden ser atacados en todo momento. Como señala el Prof. Gary Solis (p. 188) “los combatientes pueden ser atacados en todo momento hasta que se rindan o se encuentren hors de combat, y no únicamente cuando estén efectivamente amenazando al enemigo (…) Cuando un soldado está vivaqueado y durmiendo, sigue siendo un combatiente y por ende sigue siendo un objetivo legítimo. (…) Si un combatiente es atacado lejos del frente de batalla (…) sigue siendo un objetivo legítimo para los combatientes legales opositores”.

Los combatientes, a su vez, se dividen en combatientes legales y combatientes ilegales. Los combatientes legales son –en resumidas cuentas- los soldados de un Estado. Los combatientes ilegales son –también en resumidas cuentas- aquellos civiles que han renunciado a su inmunidad de combate y han decidido tomar parte directa en las hostilidades.

Una de las principales diferencias entre un CAI y un CANI consiste en el otorgamiento de lo que se conoce como “privilegio de combatiente” a los combatientes legales. En un CAI, los combatientes legales (y sólo los legales) son privilegiados y en un CANI, no.

Este así llamado privilegio de combatiente consiste en que un soldado puede matar a otro combatiente sin incurrir en un delito penal (de lo contrario no podrían haber guerras pues el Estado tendría que enjuiciar por asesinato o lesiones a todos sus soldados por cada soldado enemigo que atacan). Este privilegio, asimismo, le garantiza lo que se conoce como “trato de prisionero de guerra” en caso sea capturado. Este trato implica –entre otras cosas- que el soldado no podrá ser enjuiciado por el Derecho doméstico del país enemigo, sino únicamente por las violaciones al DIH que cometa. En palabras del Prof. Gary Solís, los prisioneros de guerra “sólo son retenidos para evitar que regresen a combatir”, y no porque se les considere criminales o asesinos (Ver p. 190).

Así, cuando dos Estados se enfrentan en una guerra, deben tratar humanitariamente a sus prisioneros de guerra y deben reconocer el privilegio de combatiente. En cambio, cuando un Estado se enfrenta en un conflicto armado a un ente no estatal (p.e. Sendero Luminoso, al-Qaeda, las FARC, etc.) en el marco de un CANI, el DIH aplicable al conflicto será únicamente el Artículo Común 3 de las Convenciones de Ginebra, lo quiere decir que no existirá privilegio de combatiente ni trato de prisionero de guerra en el transcurso de las hostilidades. Como señala –nuevamente- Gary Solís (p. 153-154), “el [Derecho de los Conflictos Armados] casi no es aplicable en un conflicto del Artículo Común 3. Legalmente (…) las partes del conflicto están obligadas a observar el Artículo 3 y pueden ignorar todos los demás artículos [de las Convenciones de Ginebra] (…) En términos generales (…) en los conflictos armados no internacionales se aplica la ley del Estado implicado, junto con el Artículo Común 3 y los Derechos Humanos”. 

Esto incluso ha sido avalado por la Comisión de la Verdad, que en su Informe Final señala lo siguiente (Cap. 4, p. 204):

“La aplicación del Derecho internacional Humanitario durante un conflicto armado interno no afecta el estatuto jurídico nacional o internacional de los grupos insurgentes o grupos armados ni tampoco el de sus miembros.

La ley nacional permanece en vigor, es decir, que subsiste el derecho de las autoridades a perseguir y condenar eventualmente a las personas reconocidas culpables de infracciones en relación con el conflicto. El Protocolo no impide, en particular, llevar ante los tribunales a un miembro de un grupo armado insurrecto por el hecho de haber empuñado las armas. No le reconoce ni la condición de combatiente ni el estatuto de prisionero de guerra” (resaltado agregado).

Así pues, cuando en el libro, se afirma que lo que se busca en un conflicto armado no internacional es «mantener ciertas reglas o normas básicas que también tienen vigencia para los conflictos internacionales», en realidad se está hablando de la internacionalización del conflicto a través del otorgamiento de lo que se conoce en Derecho Internacional como «Reconocimiento de Beligerancia«, concepto muy poco usado en la actualidad, que sirve para otorgarle privilegios de guerra a grupos no estatales que, bajo el DIH moderno, no están autorizados a recibirlos.

Entonces, habiendo repasado estos regímenes legales, me permito ofrecer tres conclusiones:

  1. Estuvo bien y fue legal que el Perú no haya reconocido a los senderistas la calidad de combatiente privilegiado y que no les haya otorgado trato de prisionero de guerra, pues no les correspondía en estricta aplicación del DIH.
  1. El DIH aplicable a los CANI fue aplicable en el Perú incluso en ausencia de una declaración específica al respecto del Perú. Este DIH aplicable, empero, estaba integrado únicamente por el artículo común 3, al que había que añadirle la legislación peruana interna y las normas de Derechos Humanos que sean aplicables.
  1. Otorgarle la condición de combatiente privilegiado o trato de prisionero de guerra a los senderistas a través del reconocimiento de beligerancia no sólo habría excedido las disposiciones vigentes del DIH vigente aplicable a los CANI, sino que habría implicado no poder procesar a los senderistas por asesinato en aquellas ocasiones en que sus objetivos hayan sido las fuerzas regulares del Ejército peruano o algún otro objetivo militar válido.
Alonso Gurmendi

¿Qué es el reconocimiento de beligerancia?

May 30, 2011

La beligerancia es, en principio, la condición que detentan los Estados cuando se encuentran enfrascados en una guerra. Sin embargo, en algunos casos, el conflicto involucra no sólo a un Estado, sino también a un ente no estatal. El reconocimiento de beligerancia tiene por propósito brindarle al grupo no estatal ciertos privilegios de guerra reservados para los Estados, en atención a las circunstancias especiales que denota.

Históricamente, el concepto surge a comienzos del Siglo XIX, en respuesta a la necesidad de los Estados de asumir una posición en determinados conflictos al interior de otros Estados. El reconocimiento de beligerancia fue, por ejemplo, la reacción de Estados Unidos ante los movimientos independentistas latinoamericanos; de forma similar, fue la posición asumida por el Reino Unido en 1825 con respecto a los rebeldes griegos que se oponían a la ocupación turca, y, finalmente, fue también la posición asumida por el Reino Unido, durantela GuerraCivilEstadounidense, cuando le reconoció el status de beligerante a los Estados Confederados del Sur.

Así, Sir Hersch Lauterpatch, define al reconocimiento de beligerancia como «la declaración, expresa o implícita, de que las hostilidades libradas entre dos comunidades, de las cuales una no es, o posiblemente ambas no son Estados soberanos, son de tal carácter y ámbito como para merecer que las partes sean tratadas como beligerantes en una guerra, en el sentido ordinario que se le atañe a este término en el Derecho Internacional» (Ver p. 175). En otras palabras, siguiendo a Charles Rousseau, “su objeto es reconocer a las fuerzas insurrectas –por lo menos en cuanto a los fines de la lucha en que están empeñadas y únicamente mientras dure la misma- los derechos necesarios para mantener esa lucha, con todas sus consecuencias. La facción, así reconocida será considerada como un Estado, pero solamente por lo que respecta a las operaciones de guerra” (Charles Rousseau, Derecho Internacional Público, Editorial Ariel, Barcelona, 1957, p. 300).

De esta forma, en vista a las importantes consecuencias que acarrea (reconocimiento como Estado para operaciones bélicas) no todo grupo no estatal amerita la calificación de “grupo beligerante”. Para Lauterpacht, nuevamente, «existe uniformidad en cuanto a la naturaleza de las condiciones que imponen el deber de reconocer la beligerancia -o que, según otros, justifica el reconocimiento de beligerancia. Estas condiciones son las siguientes: primero, debe existir dentro del Estado un conflicto armado de carácter general (es decir, que no sea uno puramente local); segundo, los insurgentes deben ocupar y administrar una porción sustancial de territorio nacional; tercero, deben llevar a cabo las hostilidades de acuerdo con las reglas de la guerra y mediante fuerzas armadas organizadas que actúan bajo una autoridad responsable; cuarto, deben existir circunstancias que hagan necesario para los terceros Estados definir su actitud por medio del reconocimiento de beligerancia» (Ver p. 176).

Si el grupo no estatal cumple con estos requisitos y es reconocido como beligerante, se le aplicarán determinados privilegios, derechos y obligaciones que usualmente están reservados a los Estados. Sin embargo, actualmente existe cierta discusión con respecto a cuáles son exactamente estos privilegios, derechos y obligaciones.

Por ejemplo, en 1877, en el caso Williams v. Bruffy, un Tribunal estadounidense señaló lo siguiente:

«Cuando una rebelión se organiza y alcanza una proporción tal que puede colocar una fuerza militar formidable en el campo de batalla, es usual que el Gobierno establecido le conceda algunos derechos beligerantes. Esta concesión es hecha en el interés de la humanidad, para prevenir las crueldades que inevitablemente seguirían a las mutuas represalias y retaliaciones. (…) La concesión hecha al gobierno Confederado en su naturaleza militar fue demostrada en el trato de los capturados como prisioneros de guerra, el intercambio de prisioneros, el reconocimiento de banderas de tregua, la liberación de oficiales bajo libertad condicional y otros acuerdos tendientes a mitigar los males de la contienda».

Si bien la Corte negó que el reconocimiento de beligerancia ponga al Estado y al grupo beligerante en condiciones iguales, la lista de privilegios concedidos es, como puede verse, bastante amplia, y similar a lo dispuesto actualmente por las Convenciones de Ginebra de 1949 y sus respectivos protocolos adicionales, para el caso de Conflictos Armados Internacionales (es decir, entre Estados).

Sin embargo, a partir de la vigencia de estas convenciones a mediados del siglo pasado, existe cierto desacuerdo en doctrina sobre si los privilegios, derechos y obligaciones comprendidos por el reconocimiento de beligerancia siguen siendo los mismos a los enumerados por el Tribunal del caso Williams.

La principal diferencia gira en torno a la concesión de lo que se denomina «privilegio de combatiente» a las fuerzas beligerantes. Este privilegio, que a su vez implica el así llamado trato de prisionero de guerra, tiene sus orígenes en el Derecho Internacional de los Conflictos Armados Internacionales, según el cual existen, en resumidas cuentas, dos tipos de persona: los combatientes (quienes participan directamente en las hostilidades) y los no combatientes (los civiles que no participan directamente en las hostilidades). Dentro del rubro de combatiente, existe a su vez, dos sub-categorías: los combatientes legales y los combatientes ilegales. Los primeros son, principalmente, los soldados de un Estado y, los segundos, son, en buena cuenta, civiles que han decidido participar directamente en las hostilidades. Un combatiente legal tiene el derecho a gozar de determinados privilegios que le son negados a los combatientes ilegales. Uno de estos privilegios es el poder usar fuerza letal contra los combatientes enemigos sin incurrir en un ilícito penal por su conducta. Este privilegio  implica asimismo que –en caso de ser capturado- se le deberá otorgar un “trato de prisionero de guerra”, por medio del cual, no podrá ser acusado penalmente por el asesinato de otros combatientes, sino que únicamente podrá ser juzgado por las violaciones que haya realizado al derecho internacional humanitario. En palabras del Prof. Gary Solís, los prisioneros de guerra “sólo son retenidos para evitar que regresen a combatir”, y no porque se les considere criminales o asesinos (Ver p. 190).

Ahora bien, sucede que según el Derecho Internacional Humanitario moderno, este privilegio de combatiente y trato de prisionero de guerra no existe en los Conflictos Armados No Internacionales (es decir, entre un Estado y un ente no estatal). La pregunta es entonces si la aplicación del reconocimiento de beligerancia hoy en día implica o no la internacionalización de lo que en inicio es un Conflicto Armado No Internacional.

Así, para algunos, como Charles Rousseau, el reconocimiento de beligerancia implica que «aunque las relaciones entre los elementos revolucionarios y el gobierno regular sean de orden interno, los rebeldes serán tratados, por razones de humanidad, como si fueran los instrumentos militares de un Estado beligerante, y no podrán ser ejecutados sumariamente, sino que deberán ser considerados combatientes regulares; es decir, disfrutarán del trato de prisioneros de guerra» (Charles Rousseau, Ibid., p. 300, resaltado agregado).

Esta es también la posición de Sir Hersch Lauterpacht, según quien «En la medida en la que, como consecuencia del reconocimiento de la beligerancia de los insurgentes por el gobierno legítimo, el conflicto ha asumido una complexión internacional, las normas de la Convención de Ginebra se aplicarán in toto si el Gobierno legítimo es parte de ellas y si los insurgentes reconocidos aceptan y aplican formalmente las provisiones de estas Convenciones. En ausencia de esto, las normas consuetudinarias aceptadas de la guerra son aplicables entre las partes en esta y en otras esferas». (Citado por Lindsay Moir, The Law of Internal Armed Conflict, Cambridge University Press, 2002, p. 40, resaltado añadido)     

Existen, empero, voces más cautelosas al respecto (Id. Moir, p. 41), quienes señalan que la aplicación del derecho internacional humanitario a casos de reconocimiento de beligerancia no puede exceder del Derecho Internacional de los Conflictos Armados No Internacionales, contenido en el artículo común 3 de las Convenciones de Ginebra, lo que, en buena cuenta, dejaría de lado la aplicación de un privilegio de combatiente y trato de prisionero de guerra.

Sin embargo, si bien la doctrina del reconocimiento de beligerancia está en desuso y es de poca o nula aplicación práctica hoy en día (Rousseau señala por ejemplo que «algunos autores contemporáneos creen que la teoría del reconocimiento de beligerancia ya no se halla de acuerdo con el actual derecho positivo y en tal sentido argumentan que en la práctica internacional no se encuentra ningún ejemplo posterior al año 1865″ Ibid. p. 301), ello no es lo mismo a admitir su desuetudo.

En Latinoamérica, por ejemplo, el reconocimiento de beligerancia reapareció brevemente a finales de la década de los 70s cuando los países del Pacto Andino (incluyendo al Perú de Francisco Morales Bermúdez) reconocieron la condición de beligerancia del Frente Sandinista de Liberación Nacional (Ver p. 93); y, más recientemente, mediante la propuesta del Presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en 2008, en relación a la supuesta beligerancia de las FARC en Colombia (Incluso hubo cierta -si bien aislada- mención doctrinaria acerca del reconocimiento como beligerantes de los rebeldes libios).

Considerar que el concepto se halla enteramente reemplazado por el artículo común 3 de Ginebra, pareciera estar en desacuerdo con lo que la naturaleza misma de este concepto buscara permitir. Después de todo, desde su aparición, se ha considerado que la beligerancia otorga al grupo no estatal suficientes atribuciones y obligaciones como para ser considerado -en lo que a las hostilidades se refiere- un sujeto de derecho internacional de carácter temporal (lo que de por sí ya excede lo dispuesto por las normas que regulan la conducta de los combatientes en un conflicto armado no internacional). Es más, tal vez sea precisamente la seriedad de estas consecuencias las que han causado que históricamente no haya muchos recuentos de reconocimiento de beligerancia, lo que explicaría su falta de uso.

En todo caso, si se buscara aplicar el concepto al caso peruano, ni Sendero Luminoso ni el MRTA calificarían como grupo beligerante, no sólo porque no satisfacen los requisitos necesarios (estos grupos nunca han ocupado ni administrado porción alguna de territorio nacional, reteniendo el Estado Peruano sus facultades de Gobierno en todo momento, y tampoco han respetado las normas del derecho internacional humanitario, que exigen el respeto del principio de proporcionalidad y prohíben tajantemente que se ataque a la población civil), sino porque sería francamente errado y lamentable pretender brindarle cualquier forma de personalidad jurídica internacional a grupos terroristas con un pasado tan nefasto y condenable como Sendero Luminoso y el MRTA.

Alonso Gurmendi


Obama y las Fronteras de 1967 – ¿Cambio de Política?

May 25, 2011

En su discurso ofrecido el jueves pasado, el Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, señaló que “las fronteras de Israel y Palestina deben basarse en las líneas de 1967 con intercambios de territorio mutuamente acordados”.

Esta frase ha ocasionado gran controversia en la política estadounidense (que está desde ya calentando para las elecciones de 2012) y una fría reacción de parte del Gobierno de Binyamin Netanyahu, Primer Ministro de Israel.

Así, por ejemplo, el candidato presidencial republicano Mitt Romney, ha argumentado que con sus declaraciones Obama ha “empujado a Israel contra un autobús” faltándole el respeto y desestimando su habilidad de negociar la paz. Por su parte, el también aspirante a la Casa Blanca, Mike Huckabee, habló de una traición a Israel.

La opinión del Gobierno de Netanyahu fue igualmente dura, alegando que en su próxima visita a Washington “espera oír una reafirmación del Presidente Obama de los compromisos hechos por EE.UU. a Israel en2004”.

¿Qué son las fronteras de 1967? ¿Qué sucedió en 2004? ¿Realmente Estados Unidos ha abandonado a su principal aliado en la región? Vamos por partes:

El término “fronteras de 1967”hace referencia a la llamada “Línea de Armisticio de 1949” o “Línea Verde”. Se refiere a la línea que fuera acordada por Israel como marca para el cese de hostilidades luego dela Guerra de Independencia de 1948, en donde derrotó a los ejércitos combinados de Egipto, Jordania, Líbano y Siria y que sirve asimismo para distinguir el territorio israelí de los territorios que luego ocuparía en 1967, durantela Guerra de los 6 días, en la que enfrentara ala República Árabe Unida (que comprendía tanto a Egipto como a Siria) y Jordania.

Se les llama entonces “líneas de 1967”o “líneas pre-1967” porque a partir de ese año, Israel empezó a ocupar militarmente los territorios de la Rivera Occidental, Gaza, los Altos de Golán y el Sinaí. En 1979, Israel firmaría la paz con Egipto y se retiraría del Sinaí y en 2005, haría lo propio de Gaza, pero mantendría su presencia en la Rivera Occidental y en los Altos de Golán, alegando que se trata de lugares militarmente estratégicos. El argumento israelí es que si no controla porciones adicionales de territorio al oeste de Cisjordania, la cuenca del Río Jordán y los Altos de Golán, la costa central y norte del país quedaría expuesta a ataques terroristas con misiles y a incursiones militares sirias desde puntos que considera ventajosos.

Como parte de esta estrategia de seguridad, Israel comenzó a construir lo que denomina asentamientos en los territorios ocupados (es decir, al otro lado de la Línea Verde), a donde trasladó o permitió que se trasladaran grandes cantidades de ciudadanos israelíes, en zonas seguras protegidas por el Estado de Israel, algunas veces incluso amuralladas, y separadas de la población palestina de Cisjordania. Estos asentamientos violarían la IV Convención de Ginebra (y el derecho internacional consuetudinario) que prohíbe el traslado de población de un Estado ocupante a territorios ocupados por éste.

Es en base a estos asentamientos que surge todo el problema por las líneas de 1967. En efecto, Israel no pretende hacerse con el control de toda Palestina, ni mucho menos volver a ocupar el Sinaí. Su objetivo no es pues volver unas “líneas post-1967”. Lo que Israel busca es tener lo que denomina “fronteras defendibles”, o en otras palabras, ampliar la distancia que existiría entre la frontera por donde podría ser atacado y el corazón industrial y comercial de su país (que bajo las líneas de 1967 sería de menos de20 Km.). Para ello, estaría buscando poder incluir todos o un buen número de asentamientos en lo que sería su territorio internacional definitivo, luego de un hipotético acuerdo de paz y el establecimiento de un nuevo Estado Palestino.

Este esquema de seguridad “1967 más asentamientos” fue lo que Estados Unidos avaló en 2004, mediante una carta enviada por George W. Bush a su par israelí Ariel Sharon. En esta Carta, el Presidente Bush señaló lo siguiente:

“Como parte de un acuerdo de paz definitivo, Israel debe tener fronteras seguras y reconocidas, que deberán surgir de negociaciones entre las partes, de acuerdo con las Resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU 242 y 338. En vista de las nuevas realidades en el terreno, que incluyen importantes centros poblados israelíes ya existentes, no es realista esperar que el resultado de las negociaciones por un status final  sea un completo y total retorno a las líneas del armisticio de 1949, y todos los esfuerzos previos para negociar una solución de dos Estados han alcanzado la misma conclusión. Es realista esperar que cualquier acuerdo por un status final sólo será alcanzado en la base de intercambios mutuamente acordados que reflejen estas realidades”.

Entonces, ya con toda esta información disponible, ¿es realmente tan terrible lo dicho por Obama?

Como mencionamos antes, Obama dijo que las fronteras de Israel y Palestina deben basarse en las líneas de 1967 con intercambios de territorio mutuamente acordados”. Si comparamos esa frase con lo dicho por Bush en 2004, las frases no son del todo distintas. Bush señaló que las negociaciones no pueden llevar a un retorno “completo y total” a las líneas de 1967, lo que no quiere decir que éstas no deban ser usadas para nada o que Estados Unidos no avale un “retorno parcial” a estas líneas. Dela Carta de 2004 se desprende pues que en aquellos puntos en donde las líneas de 1967 no reflejen la realidad, es realista esperar (pero no obligatorio) que ambas partes negocien y acuerden una nueva línea, mediante la cesión de un territorio por otro equivalente.

Ello es, en esencia, lo mismo que lo dicho por Obama y, es más, ha sido una política constante de la diplomacia estadounidense desde los tiempos de Bill Clinton, e incluyendo el Gobierno de George Bush.

En efecto, en un discurso de 25 de junio de 2002, Bush señaló que “en última instancia, los israelíes y los palestinos deben tratar los asuntos centrales que los dividen si va a haber una paz verdadera, resolviendo todos los reclamos y terminando el conflicto entre ellos. Esto significa que la ocupación israelí que empezó en 1967 terminará a través de un acuerdo negociado entre las partes, basado en las Resoluciones de la ONU 242 y 338, con la retirada de Israel hacia fronteras seguras y reconocidas”.

Este discurso, al hablar dela Resolución242 que solicita a Israel retirarse de los territorios ocupados enla Guerrade los 6 Días -es decir, retirarse de las zonas al otro lado dela LíneaVerde-dijo exactamente lo mismo que ha dicho Obama, si bien de forma más discreta.

Es difícil imaginar, además, una salida diferente al problema. La característica central de Israel siempre ha sido, desde los tiempos del Plan de Partición original de la ONU, el tener una franja costera angosta, pues es allí donde se concentraba originalmente su población. Ahora bien, a fin de poder finalizar el conflicto y satisfacer las expectativas de seguridad que ha planteado Israel (sobre todo frente a los ataques terroristas transfronterizos), probablemente será necesario añadir a esta franja costera aquellas porciones de territorio palestino que cuentan ya con grandes poblaciones israelíes, a cambio de concesiones en Israel que permitan crear un Estado Palestino contiguo. Pero el punto de partida para medir dónde empieza Israel y dónde empieza el territorio ocupado sobre el que se encuentra el asentamiento a ser incorporado por Israel sólo puede serla Línea Verde, ello es –después de todo- lo más lógico y sencillo. La otra alternativa sería o empezar desde cero, sin ninguna frontera previa, que no sería conveniente para Israel que precisamente busca seguridad para el territorio que ha consolidado hasta ahora; o empezar en las líneas post-1967, lo que sería imposible pues éstas incluían el Sinaí, hoy bajo control Egipcio vía tratado de paz; o el Plan de Partición dela ONU, que en nada favorecería a Israel dadas las condiciones actuales.

Por ende, los dichos de Obama no son ni una traición a Israel ni un cambio de política para Estados Unidos. Es tal vez una forma menos elaborada de decir lo que otros Presidentes ya han dicho. Un verdadero cambio de política habría sido declarar que las fronteras debían ser necesariamente las de 1967, sin posibilidad de intercambios de territorio, algo que indirectamente y hace no mucho, han hecho Estados como Ecuador y Brasil al reconocer formalmente al Estado Palestino.

Alonso Gurmendi


Felicitaciones AENU Perú: TOP 10 del Mundo

abril 14, 2011

Política, Diplomacia y Desarrollo, blog del Centro de Investigaciones de AENU Perú desea felicitar al Equipo de Debate de AENU Perú, «Peruvian Universities» por haber sido rankeado entre las 10 mejores delegaciones internacionales de Modelo de Naciones Unidas del mundo por Bestdelegate.com. Es, sin lugar a duda, un verdadero honor para esta institución y para el país.

Los Editores.


Presidencia y Doble Nacionalidad – Más Respuestas

marzo 24, 2011

El contra-argumento principal de Ronald es que la exclusión de los dobles nacionales de la Presidencia no se justifica en el hecho de que sean personas dignas de desconfianza sino en que la segunda nacionalidad les permite evadir la justicia peruana en caso de delito.

Me avocaré principalmente a esta argumentación y haré uno o dos comentarios adicionales.

Sobre el argumento de la impunidad que esboza Ronald, me parece que injustamente discrimina a los doble nacionales por una situación en donde su segunda nacionalidad no es un factor determinante. En efecto, un peruano de nacimiento sin doble nacionalidad puede tranquilamente irse del país a otro Estado que no tenga un tratado de extradición o que tenga políticas afines a su ex gobierno y también sería bien fácil escudarse de la política peruana. ¿O acaso creemos que Chávez extraditaría a Humala en caso que haya algún problema después? A este respecto, el caso de Hisene Habré es paradigmático y haría bien que todos lo revisemos.

Así pues, pensar que únicamente la nacionalidad es una herramienta de impunidad es ilusorio, sin mencionar que el único caso que hemos tenido en la historia reciente de un Presidente que pretendió usar su doble nacionalidad como una excusa para evitar ser juzgado terminó con ese presidente preso por 25 años.

Ni Pinochet, ni Habré, ni Karadzic, ni Eichman necesitaron de doble nacionalidad para eludir a la justicia por muchos años. Incluso, no se necesita ser Presidente para obtener eludir a la justicia (siquiera temporalmente), el caso del Ministro de Relaciones Exteriores del Congo Abdoulaye Yerodia ante la CIJ, lo demuestra.

Pero tengo algunos otros comentarios a Ronald.

En primer lugar, con respecto al argumento de que el Presidente es muy poderoso para tener doble nacionalidad, me parece muy injusta la línea de argumentación que hace según la cual “hay que darles representación congresal a los peruanos en el extranjero y escojamos congresistas con doble nacionalidad, pero sólo porque en realidad es un derecho pintado que no tiene ninguna efectividad porque su poder se diluye entre 130”. ¿Es esa realmente la clase de democracia que queremos ser? En teoría, podría haber un Congreso en donde una minoría significativa tenga una segunda nacionalidad. Si somos consecuentes con lo que pregonamos y somos democráticos, no deberíamos tener problemas con ese Congreso. Y eso implica no pensar que porque hay (por ejemplo) 30% de congresistas con doble nacionalidad, hay un “lobby extranjero” en el Congreso.

En cuanto a los Ministros, el problema no es tanto el nivel de independencia de su cargo, que creo es el punto de Ronald, sino que son los responsables de fijar la política del país con respecto a un tema en particular. Pareciese como si estuviésemos hablando del Presidente en términos de un super-humano todopoderoso que todo lo sabe y todo lo hace solo encerrado en su oficina con un puro en la mano y un mapa del Perú en su mesa. Siento decepcionar a mi semi-británico co-autor, pero el único que encaja en ese perfil es Churchill.

La política de un país no se redacta en el block de notas del Presidente. Se hace en gabinete con el consejo y asesoría de sus Ministros, asesores, y otros funcionarios. Es evidente que un Presidente está (o bueno, debería estar) en condiciones de aclarar a un Ministro de Relaciones Exteriores que le propone regalar una parte del territorio nacional. Pero hay asuntos mucho más técnicos en donde el Presidente confía en gran medida en el juicio de su ministro (¡es, después de todo, un cargo de confianza!). Si tener doble nacionalidad lo hace a uno “poco confiable”, pues el consejo de ese Ministro será también poco confiable, por lo que no debería estar en el cargo. Y ojo que un Ministro que daña al país o incluso roba sus bienes y tiene doble nacionalidad también puede irse después a refugiarse a Japón o Estados Unidos si así lo desea, ¿por qué entonces la diferenciación?.

Finalmente, con respecto al argumento de que no existe una violación al Pacto de Derechos Civiles y Políticos, creo que no logré transmitir la idea correctamente. La discriminación que planteo podría ocurrir no es hacia la nacionalidad extranjera, sino hacia la nacionalidad peruana. Me explico: Restringir la presidencia a los peruanos de nacimiento no es una discriminación en contra de los extranjeros, eso, como dice Ronald, calza perfectamente como una restricción razonable en el marco del pacto (al igual que el hecho de reservar la presidencia a los peruanos “de nacimiento”, aunque incluso esto es relativo: ¿es más “confiable” como presidente alguien que nació en Perú y se fue a los 2 años a vivir a Europa por 35 años o un europeo que llegó al Perú a los 2 años y se hizo luego peruano y vivió acá 35 años?).

El problema es otro: el problema es prohibir a un peruano ser elegido porque tiene una doble nacionalidad. Es decir, el problema es distinguir entre peruanos por el hecho de que uno es “peruano-peruano” y otro es “peruano más o menos”. Tal como lo señala el artículo 2 del Pacto, eso es indebido porque es como distinguir entre un “peruano-blanco” y un “peruano-negro”.

Hay en efecto distinciones razonables que pueden hacerse. Mi punto es simplemente que esta en particular no me parece razonable y más bien me parece que discrimina a los peruanos en sus derechos por un motivo de identidad personal.


La Presidencia y la doble nacionalidad

marzo 23, 2011

Mi co-autor en este blog, Alonso Gurmendi, publicó ayer un artículo sobre la doble nacionalidad en los candidatos a la Presidencia de la República. En dicho artículo, señalo que hoy por hoy es totalmente legal que nuestro Presidente tenga doble nacionalidad y que un peruano no pierde su nacionalidad por el sólo hecho de adquirir la de otro país. En ambos puntos, Alonso tiene toda la razón y me suscribo a todas sus conclusiones.

Es en el tercer punto, sin embargo, donde tengo que discrepar con él. Alonso es de la opinión de que no solamente no resulta razonable impedir que las personas que mantienen una nacionalidad adicional a la Peruana postulen a la Presidencia de la República, sino que además, imponer esa prohibición implicaría una violación de los derechos políticos de dichas personas y un incumplimiento del Pacto de Derechos Civiles y Políticos adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1966.

Primero, debo aclarar que, desde mi punto de vista, aprobar una enmienda constitucional indicando que cualquier ciudadano peruano que ostente otra nacionalidad adicional a la peruana al momento de resultar elegido Presidente de la República deberá hacer efectiva su renuncia a esta antes de prestar juramento, no implicaría ninguna violación de los derechos de dicho ciudadano, ni un incumplimiento del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, como Alonso menciona.

Los derechos civiles y políticos son universales a todo ciudadano, sin duda. Sin embargo, esta universalidad no implica que los mismos no estén sujetos a ciertas regulaciones. El punto está en que dichas regulaciones no impidan totalmente la capacidad del sujeto de ejercer las mismas y que sea razonablemente posible para el voluntariamente cumplir con las mismas.

Es perfectamente posible para cualquier persona completar los trámites de la renuncia a su segunda nacionalidad antes de acceder al despacho presidencial. Nótese que renunciar a una nacionalidad en este supuesto sería un acto voluntario. No existiría coerción de ningún tipo. El requisito ni siquiera se estaría aplicando para todos los candidatos, únicamente para aquel que resulte electo.

Tampoco implicaría una violación del Pacto de Derechos Civiles y Políticos. Recordemos que nuestra constitución ya establece que sólo los peruanos de nacimiento pueden postular a la Presidencia de la República. También señala que sólo pueden postular a la Presidencia de la República aquellas personas que ya hayan cumplido 35 años. Lo mismo sucede, por ejemplo, en la Constitución de Estados Unidos. Bajo la lógica de Alonso, ¿Eso constituiría una violación del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, pues resultaría en discriminación por origen nacional o por nacimiento? ¿Convierte a los ciudadanos naturalizados o menores de 35 años en ciudadanos de segunda categoría? Por supuesto que no. Como el mismo artículo 25 del Pacto implícitamente señala, existen ciertas restricciones regulatorias naturales a estos derechos. Tanto el Perú como Estados Unidos han ratificado el Pacto y sin embargo nunca nadie ha señalado que la disposición que prohíbe a los ciudadanos naturalizados o menores de 35 años postular a la Presidencia viole dicho Pacto.

Ahora, para culminar con los aspectos legales de esta medida, tengo que aclarar que, en mi opinión, dicha restricción debería ser necesariamente incorporada a la Constitución por enmienda constitucional y, de preferencia, referéndum. Fuimos los peruanos con nuestros votos los que, directamente, fijamos cuáles eran los requisitos para que alguien pudiera asumir la jefatura de nuestro Estado. Si queremos variar esos requisitos, los mismos peruanos somos quienes debemos hacerlo.

Dejando clara mi posición sobre la legalidad de una reforma de ese tipo, queda discutir las objeciones prácticas presentadas por Alonso a la misma.

En primer lugar, hay que indicar que en un país presidencialista como el Perú, la jefatura de estado involucra ciertas atribuciones de importancia estratégica y tiene una influencia tan grande, que no es poco razonable exigir que su ocupante cumpla con requisitos más exigentes que los fijados para otros funcionarios del gobierno. Para empezar, decide, legalmente por sí sólo, la política económica y social de la nación. Además, es la cabeza de las fuerzas armadas y responsable máximo por la defensa nacional: toda la seguridad de la nación está bajo su exclusiva responsabilidad. Ningún otro funcionario electo puede dar órdenes a las Fuerzas Armadas. Más allá de eso, constitucionalmente, encarna y representa al Estado y a todos los peruanos. Ninguna otra función pública tiene estas atribuciones.

Alonso trata de hacer una comparación con los cargos de congresista y de ministro, pero dicha comparación no es realista. Un congresista, para empezar, no puede, por sí solo, orientar la política de un país ni tomar ninguna decisión que influya en el accionar del Estado. El poder de un solo congresista, aislado del resto del cuerpo legislativo es, en realidad, bastante limitado. Quien tiene poder es el Congreso como cuerpo legislativo, y ese poder se diluye muchísimo si queremos expresarlo individualmente entre sus – a partir de julio – 130 miembros. Los ministros, por otro lado, ni siquiera son funcionarios electos y no ejercen ninguna atribución por sí mismos. Como bien apuntó el ex Presidente Toledo el fin de semana, nosotros tenemos un sistema presidencialista, donde los Ministros legalmente son más que nada grandes coordinadores, cuyo poder emana de la Presidencia y cuya responsabilidad es ante la Presidencia y nada más. Un Ministro es simplemente un secretario muy importante. En realidad, instituciones políticas como la interpelación a cargo del Congreso no son compatibles con nuestro sistema y existen más por una cuestión de desconfianza pública que por coherencia sistémica. La responsabilidad ante el pueblo (y por ende ante el Congreso) debería ser exclusiva del Presidente.

Es en ese mismo contexto de desconfianza pública en que resulta completamente razonable solicitar a cualquier ciudadano que haya sido elegido Presidente de la República que renuncie a sus otras nacionalidades antes de asumir el cargo. La experiencia nos enseña en este país que tener doble nacionalidad puede otorgarle al presidente una conveniente cláusula de escape cuando llegue el control posterior que es natural en todo cambio de gobierno. Existe un claro riesgo de que dicha persona pueda refugiarse en una protección política de su otro Estado para evitar responder a los cuestionamientos que el gobierno quiera hacerle.

No solamente eso, implica que este podría potencialmente ser elegido a un puesto en el gobierno de otro país en el futuro, obteniendo ya no sólo una protección política, sino legal, a través de la inmunidad, a cualquier intento de procesarlo o siquiera investigarlo apropiadamente por lo acontecido en su gobierno.

La solución que Alonso propone a este problema es, para ser franco, algo cachosa. Ya pues Alonso, tu sabes tan bien como cualquier persona que es sencillamente imposible para cualquier votante común tener la plena certeza de que su candidato nunca va a romper la ley. Pretender que es el pueblo mismo el que debe asumir toda la culpa y toda la responsabilidad por elegir a una persona que luego viole las leyes mientras este en el cargo no solamente es injusto, es irracional. El que elijamos a las personas que consideremos más adeptas no significa estirarles un cheque en blanco de confianza para que hagan lo que quieran sin tener que responder por ello. Todo gobernante debe estar sujeto a leyes y al control de las mismas – de eso se trata el Estado de Derecho. Con ese argumento, mejor cerramos la contraloría general de la república o anulamos el rol fiscalizador del Congreso. Eso es reducir la democracia a la mera elección de un Dictador.

El poder corrompe. Es una realidad política en cualquier país. Y es palpablemente más grave en el nuestro: recordemos que en la única área del desarrollo que Perú no ha crecido en esta década es en la lucha contra la corrupción. Seguimos teniendo un alto índice de corrupción, como lo señala Transparencia Internacional. Chile tiene un promedio más de dos veces mayor que el nuestro.

El argumento de Alonso sobre la potencial preferencia que una persona pueda mostrar hacia elementos de su propia religión, el país de sus ascendientes o su cónyuge no se entiende bien. El punto es justamente que esos escenarios son posibles. Por eso hay leyes de fiscalización y control que lo impiden. El pedir que alguien renuncie a sus otras nacionalidades antes de asumir la Presidencia tiene justamente el propósito de impedir que una persona pueda escapar de la ley en caso cometa ilegalidades relacionadas con todos estos puntos.

Respecto de que todos tenemos doble nacionalidad en potencia, eso también es sumamente cuestionable en la práctica. Es verdad que el Preámbulo del Convenio con España suena muy bonito. Pero es justamente eso: un preámbulo. Nuestro himno nacional dice que “excitemos los celos de España” y que sus playas “sentirán terror ante nuestros cañones”. ¿Eso nos hace “enemigos en potencia” de España? La realidad es muy diferente a lo que dice ese preámbulo: siguen existiendo una larga y compleja serie de requisitos para que un peruano se nacionalice español. Alonso haría bien en preguntarle a la larga lista de inmigrantes ilegales peruanos en España que tan cierto es eso de que en España “no somos extranjeros”. Demás está decir que dicho Convenio no pone en riesgo alguno la legalidad de la reforma mencionada.

Luego está el argumento de que la experiencia comparada sobre estas prohibiciones prueba que las mismas traen muchos problemas. Este es un argumento algo falaz: justamente, donde una ley de este tipo se aplique sin problemas, no va haber mayor feedback sobre la misma. Nadie se queja por algo que si funciona.

Alonso cita el ejemplo de Ghana, pero no hace mención de Australia, China, Japón, India y una considerable lista de otros países, donde esa prohibición si existe y donde, curiosamente, ningún ex presidente ha ido a refugiarse a otro país para postular al Parlamento. Y en ninguno de esos países la gente se está quejando tampoco. Y si, John Turner fue británico y canadiense a la vez, dos países que comparten el mismo jefe de estado, que mantenían una política exterior común hasta hace menos de un siglo y en los que hasta el día de hoy las leyes de uno tienen vigencia en el otro. Alonso mejor que nadie sabe que el mundo westminsteriano es un planeta diferente al Perú. No es una comparación razonable en forma alguna.

Además, no podemos dejar de ignorar que la cuestión es de una naturaleza muy contextual. La ley, por naturaleza, es reactiva. Mas que prever el futuro, aprende del pasado. Nosotros somos uno de los poquísimos países que han elegido como gobernante a alguien con doble nacionalidad. Y de los pocos países que como nosotros han optado por alguien con doble nacionalidad como gobernante, ninguno de ellos ha visto a su gobernante refugiarse en su otra nacionalidad para huir de la justicia. Es razonable que en la gran mayoría de países, entonces, no exista norma con respecto a este supuesto.

Ahora, yo entiendo perfectamente – y comparto – que Alonso defienda el derecho de cualquier peruano a sentir vínculos de identidad con otro país sin que se le acuse de antipatriota. Mi familia paterna es más británica que peruana y le tengo mucho aprecio al Reino Unido. Me el himno británico de memoria, leo el Guardian todos los días, prefiero la BBC a la CNN y tomo mi té con leche. Además, hincho por Inglaterra en los mundiales (sólo porque no va Perú, ojo) y en la Eurocopa y soy un orgulloso hincha del Liverpool que canta Youll Never Walk Alone, mientras que al futbol local peruano no le presta la menor atención. ¿Eso me hace menos peruano? Por supuesto que no. El Perú es MI país. Yo SOY peruano. Ningún país nunca significará para mí lo que el Perú significa.

También funciona a la inversa: hoy en día en el exterior hay millones de hijos de peruanos que en algunos casos ni siquiera hablan español y sin embargo sienten un enorme orgullo por sus orígenes. Muchos de ellos honran a nuestro país día a día, enarbolando nuestros colores cuando logran hazañas y profesando que, aunque son legalmente extranjeros y ante todo ciudadanos de su país, el nuestro significa mucho para ellos. Allí están el astronauta Carlos Noriega y nuestro héroe de la aviación, Jorge Chavez, por poner un par de ejemplos.

Pero ninguno de ellos tiene un pasaporte peruano. No hay necesidad de ello. Al final del día, son extranjeros. Y no necesitan un pasaporte peruano para sentir cariño e identificación con nuestro país.

Entonces, ¿por qué no puede funcionar a la inversa? Yo no tengo ningún problema en que PPK tenga aprecio y se sienta agradecido con Estados Unidos. ¿Pero acaso necesita un pasaporte para ello?

Por supuesto que no. El, al igual que los otros miles de peruanos con nacionalidad alternativa, tiene un pasaporte extra por pura y simple conveniencia. Porque le otorga un refugio más estable que el Perú en caso de algún problema serio y porque les evita el engorro de tener que tramitar visas para estudiar o hacer turismo. Es así de simple. Y no está mal, en absoluto. Pero para el caso en mención, seamos francos, después de salir elegido presidente de un país, ¿realmente cree alguien que una persona va a tener problemas para sacar visa?

Estamos pidiendo poco para ganar mucho. Negarse a ello, con justicia, solo generaría suspicacia, como dice Alejandro Toledo. En ese sentido, es un alivio que mi candidato, PPK, esté de acuerdo con ello.


Doble Nacionalidad y Presidencia: Preguntas y Respuestas

marzo 20, 2011

La postulación de Pedro Pablo Kuczynski a la Presidencia de la República ha generado gran debate sobre si una persona con doble nacionalidad puede postular a la Presidencia. A continuación me permito ofrecer algunas preguntas y respuestas para esclarecer la situación, al menos según mi parecer.

(En toda transparencia, advierto previamente que yo también soy un peruano con dos nacionalidades).

1. ¿Es legal que una persona con doble nacionalidad sea Presidente del Perú?

La respuesta es a esta pregunta es, en realidad, bastante simple: El artículo 110 de la Constitución es sumamente claro en señalar que para ser Presidente se requiere “ser peruano por nacimiento, tener más de treinta y cinco años de edad al momento de la postulación y gozar del derecho de sufragio”.

La redacción es similar a la que existe para el cargo de Congresista, en donde nunca hemos hecho problemas para elegir personas con doble nacionalidad, siendo el caso más conocido el ex Senador peruano-italiano Rafael Canevaro, protagonista del famoso Asunto Canevaro ante la Corte Permanente de Arbitraje Internacional.

En resumen, sí, es legal que una persona con doble nacionalidad sea Presidente del Perú.

2. ¿Pierde un peruano su nacionalidad cuando asume la nacionalidad de otro Estado?

La Ley de Nacionalidad, Ley 26574, establece en su artículo 7 que “la nacionalidad peruana no se pierde, salvo por renuncia expresa ante autoridad peruana”. Asimismo, de acuerdo con el artículo 31 del Reglamento de dicha Ley, Decreto Supremo 004-97-IN, “los peruanos de nacimiento que adopten la nacionalidad de otro país no pierden su nacionalidad, salvo que hagan renuncia expresa de ella ante autoridad competente” (es decir, la Dirección de Naturalización de la Dirección General de Migraciones y Naturalización – DIGEMIN). Asimismo, el Reglamento dispone que “las personas que gozan de doble nacionalidad, ejercen los derechos y obligaciones de la nacionalidad del país donde domicilian” y que “los peruanos por nacimiento que gozan de doble nacionalidad no pierden los derechos privativos que le concede la Constitución” (entre ellos, obviamente, el de ser elegido Presidente).

Existe, sin embargo, preocupación de algunos sectores por los juramentos que a veces debe realizar un peruano con doble nacionalidad para obtener la nacionalidad extranjera, como es el caso de la estadounidense, en donde la persona debe renunciar a todo vínculo con previos Estados. Sin embargo, una norma extranjera (que en el caso de Estados Unidos ni siquiera tiene rango de ley, sino que es un reglamento administrativo) no puede tener prevalencia por sobre la ley peruana. Hacerlo, sería someter los designios del pueblo peruano a la voluntad de una potencia extranjera. Hay muchas disposiciones de la ley extranjera que pretenden avocarse competencias en nuestro territorio que simplemente no reconocemos. De acuerdo con el artículo 2058 del Código Civil, nadie más que un Juez peruano puede decidir sobre derechos reales sobre predios ubicados en la República. Por ende, un juez extranjero aplicando ley extranjera puede haber querido decidir que tal o cual inmueble es de propiedad de tal o cual persona cuantas veces quiera, pero dicha determinación legal no podrá ni tendrá efectos legales en nuestro país, por el simple hecho de que no lo reconocemos como válido.

Pero en el caso particular de Estados Unidos, una cosa que salta a la vista es que el Juramento de Lealtad es básicamente un anacronismo que nunca ha sido ejecutado; es decir, Estados Unidos nunca ha requerido que un ciudadano estadounidense con doble nacionalidad lleve a cabo un procedimiento en su país de origen para renunciar a su nacionalidad por nacimiento. Es más, la Embajada de Estados Unidos en Lima no ha requerido a Pedro Pablo Kuzcynski que cese su campaña política en el Perú en virtud a su juramento y tampoco lo hizo cuando “PPK” fue Primer Ministro peruano.

3. ¿Sería correcto prohibir la participación de los candidatos con doble nacionalidad en las elecciones?

Como ya hemos visto, es perfectamente legal que un peruano de nacimiento con doble nacionalidad participe (y gane) en las elecciones presidenciales. Es más, a nivel comparado, existen casos como el canadiense, que ya ha tenido un Primer Ministro con doble nacionalidad, el canadiense-británico John Turner.

Sin embargo, hay quienes señalan –entre ellos las autoridades electorales– que ello debe cambiar y que los presidentes del Perú no deberían poder tener una segunda nacionalidad.

Uno de los argumentos es que una persona con doble nacionalidad puede tener un conflicto de lealtades hacia el Perú, favoreciendo los intereses de su “segunda patria”. Pero eso contrasta marcadamente con la reciente iniciativa de darle representación en el Congreso a los peruanos residentes en el extranjero. Si un peruano con doble nacionalidad es alguien en quien no se puede confiar porque será favorable a los extranjeros, ¿por qué dejamos votar a muchas de estas personas para elegir miembros del Congreso? Si el argumento fuese correcto, seguro elegirían candidatos y promoverían políticas que favorezcan a otros países, no al Perú.

Pero tal vez más importante, restringir derechos a los peruanos con doble nacionalidad podría ser una violación de sus derechos, pues serían ciudadanos “de segundo nivel”. En efecto, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos señala en sus artículos 2 y 25 que todos los ciudadanos gozarán sin ninguna distinción basada en “raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, orígen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social” del derecho a “participar en la dirección de los asuntos públicos” y del derecho a “votar y ser elegidos en elecciones periódicas, auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores”. Ello quiere decir que si los peruanos desean elegir a un conciudadano que además tiene la nacionalidad de otro Estado, este candidato no debería ser discriminado en su derecho a ser elegido sólo por tener esta otra nacionalidad. De esto puede inferirse que el criterio a tener en cuenta es la de la libre expresión de la voluntad de los electores, no el de hacer renunciar a la persona a su segunda nacionalidad.

Como alguien que tiene actualmente una segunda nacionalidad, puedo afirmar que considerar que un peruano con doble nacionalidad es menos patriota o menos comprometido con su país que un peruano con una sola nacionalidad es infundado y no creo que genere un conflicto de intereses. Desde el momento en que una persona con doble nacionalidad se lanza a la presidencia del Perú y no a la presidencia de su segunda nacionalidad, está demostrando que es el Perú el país por el cual quiere trabajar y ayudar.

Esto claro, no significa que un doble nacional no tenga afecto por su segunda nacionalidad (y ojo que ni siquiera se tiene que ser nacional de un Estado para encariñarse con él: ¡lo vemos cada cuatro años en los mundiales!). Sea por motivos familiares (como es mi caso) o motivos de residencia prolongada, uno se encariña por la otra tierra y siente orgullo por su historia y alegría por sus logros: La segunda nacionalidad es parte de la personalidad del “nacional doble” y en buena parte hace que sea quien es. Pero eso no quiere decir que una vez electo el doble nacional vaya a privilegiar los intereses de otro país por sobre el país que lo ha elegido. Es simplemente un tema de honradez, seriedad y profesionalismo. Si una persona se lanza a la presidencia de un país, es porque sabe que debe hacerlo con fidelidad y lealtad, sin importar qué otras afiliaciones pueda tener en su vida (¡no sólo la afiliación nacional!). Y si el electorado no cree que las cosas vayan a ser así, simplemente no debería votar por ese candidato, pero la doble nacionalidad no es motivo para vetarlo de las elecciones. Es nada más y nada menos que una cuestión de voluntad popular.

Lo anterior se ve reflejado en la práctica: los Estados que tienen bajo su jurisdicción a personas con más de una nacionalidad, no los consideran “enemigos” ni “dignos de poca confianza”. Simplemente se estima que existe una nacionalidad efectiva y una no efectiva. En el Perú, por ejemplo, el Reglamento de la Ley de Nacionalidad señala que “las personas que gozan de doble nacionalidad, ejercen los derechos y obligaciones de la nacionalidad del país donde domicilian”.

De lo contrario, prohibamos a los de fe católica ser presidente porque darán favoritismos a la Iglesia Católica y/o al Estado Vaticano, a los de fe judía porque darán preferencia a Israel, a los que tengan ascendencia japonesa porque darán preferencia a los japoneses o a los que estén casados con belgas porque privilegiarán a ese Estado, o tal vez deberíamos prohibir también que los Congresistas y Ministros tengan doble nacionalidad (¡Canciller y Defensa por lo menos!), y los alcaldes y presidentes regionales (¡que ya hay algunos!), embajadores y cónsules, asesores presidenciales, jueces de la Corte Suprema, etc.

Es más, la cosa se pone incluso más complicada si tenemos en cuenta que todo peruano es un español en potencia gracias a la existencia de un Convenio de doble nacionalidad con ese país. A tal punto que el preámbulo del tratado señala que “los españoles y los peruanos forman parte de una comunidad caracterizada por la identidad de tradiciones cultura y lengua” que hace que “de hecho, los españoles en el Perú y los peruanos en España no se sientan extranjeros” señalando finalmente que “no hay ninguna objeción para que una persona pueda tener dos nacionalidades, a condición de que sólo una de ellas tenga plena eficacia, origine la dependencia política e indique la legislación a la que está sujeta” ¡Los propios peruanos no deberíamos ser presidentes del Perú porque no nos sentimos extranjeros con los españoles!

En la experiencia comparada, el camino de prohibir a los de doble nacionalidad servir en el Estado es uno complicado y lleno de críticas, que puede incluso degenerar en leyes como la increíblemente confusa nueva reforma constitucional egipcia post-Mubarak: El Presidente debe ser egipcio, no debe estar casado con una persona extranjera y sus padres deben ser egipcios que no tengan doble nacionalidad.

Francamente, si el miedo es que los Presidentes con doble nacionalidad puedan usar su nacionalidad para escudarse de la justicia peruana luego de sus mandatos, la solución no está en discriminar a la gente con doble nacionalidad, ¡sino está en votar por candidatos que no cometan delitos que procesar durante su gestión!

Alonso Gurmendi